Cuentos que espantan en Días de Muertos

Por Carlos Evia Cervantes

Existe una serie de relatos que sólo se cuentan en estos días y parecen reforzar el conjunto de creencias que acompañan a estas prácticas. Numerosos escritores de la región y de otros estados han plasmado en sus obras estos relatos de los cuales se ofrece a continuación una muestra.

En una ocasión, un joven del pueblo salió a pasear en la noche el Día de Muertos. Sus padres le habían dicho que no lo hiciera porque durante esas fechas no es conveniente estar en la calle muy entrada la noche pues las ánimas se lo podían llevar. Pero él era incrédulo y para comprobar que no era cierto lo que sus padres decían, salió de su casa un poco antes de las 12 de la noche. De pronto, vio aparecer frente a él mucha gente avanzando como en una procesión. Cada uno de los caminantes tenía entre las manos una vela encendida. Uno de ellos se le acercó y le dio su vela. Además le dijo que la guardara pues algún día regresaría por ella a pedírsela.

Al día siguiente, cuando fue a ver la citada vela donde la había guardado, se percató que, en su lugar, estaba un hueso largo. Cuando contó esto a sus padres, ellos le dijeron que ese caminante que le había dado la vela era una de las ánimas que retornan en los Días de Muertos. También le dijeron que cuando el ánima volviera por la vela corría el peligro de que ella se lo llevara al mundo de los muertos y la única forma para que se salvara es que cuando devolviera la vela, tenía que estar cerca de un recién nacido. Sin dudar del consejo, lo hizo como le indicaron. Desde entonces el muchacho tiene un profundo respeto por el Día de los Muertos (Orilla, 1996: 45).

Una variación al relato anterior es que publicó Borges Castillo y que se cuenta en Tekal de Venegas. Un muchacho desobediente fue a atrapar pájaros a pesar de la recomendación de sus padres de que no lo hiciera en estos días de guardar. Al llegar al monte, puso su trampa y se acostó a dormir. Soñó que estaba en un lugar lleno de huesos y con olor a cementerio. Al despertar fue a ver su jaula y vio que ya había caído un cardenal. Se puso contento y de inmediato emprendió el retorno a su casa pero de pronto empezó a oír llantos y lamentos. Se dio cuenta que era el ave atrapada quien los emitía. Muy asustado, tiró la jaula y el pájaro se liberó. Apenas llegó a su casa se desvaneció y le dio una terrible fiebre. Sus padres tuvieron que recurrir a un jmen para curarlo. Pero después de esa experiencia empezó a respetar los Días de los Finados (Borges Castillo, 2017: 20). 

Tres investigadoras recopilaron un relato en Quintana Roo que explica porque no se debe mirar a los muertos. Era el 31 de octubre de aquel año, cuando al abuelo Francisco, ya viudo, quiso ver las almas de los difuntos que retornaban a las casas donde habían vivido, especialmente la de su finada esposa Clara. Durante años atrás había escuchado de sus padres y abuelos cómo se podía lograr; pero también se le había dicho que no debía hacerlo. Por la noche, cuando oyó que su perro empezó a aullar; con su paliacate secó las lágrimas que escurrían de los ojos del animal y untó el pañuelo impregnado a sus propios ojos.

Seguidamente fue a un lado de la choza para observar hacia el exterior a través de un agujero en la pared. De pronto vio una fila de luces, como una procesión que entraba al pueblo y luego se dispersaba entre las calles. Eran las almas de los difuntos. Una de ellas, que tenía la apariencia de una figura blanquecina, se aproximó hacia la casa del abuelo. Entró y asentó su cirio en la mesa. Dijo que iba a lavar su ropa. Mientras, Francisco estaba temblando de miedo. La figura tomó de nuevo el cirio y le dijo al abuelo: “Querías ver las ánimas, aquí estoy”. Era el alma de Clara, su difunta esposa. Luego vio bien la cara de su ex mujer: una mitad tenía facciones con carne y la otra solamente era una calavera. El anciano cayó desmayado. Al despertar, oyó aquella voz del más allá que dijo: “tienes que pagar este pecado de importunar a los muertos en su visita, te espero en el purgatorio”. Francisco quedó sin habla. Con señas explicó a sus parientes su horrible experiencia. Ellos comprobaron la veracidad de su relato al ver en la puerta, la huella roja de una mano. Era la de Clara cuando empujó para entrar. Francisco tuvo fiebre durante una semana y luego murió. El perro aulló los siete días siguientes y luego desapareció del lugar. Solo regresa cada 31 de octubre para aullar cuando ve a sus amos (Remolina, Rubinstein y Suárez, 2017: 165-167).

Otro tipo de relatos sobre el tema se basa en el retorno o aparición de los difuntos en los lugares donde acostumbraban a desempeñarse. Un amigo mío de Hunucmá quien en esos tiempos trabajaba en Chetumal, me platicó que, aprovechando el asueto laboral de esos días, fue de visita a la casa de sus padres que aun vivían en Hunucmá. Había pasado más de un año de ausencia y desconocía los últimos acontecimientos del pueblo. En las calles aledañas rumbo hacia el hogar paterno saludó a un señor que era un antiguo vecino y cuando llegó le dijo a su progenitora: “Madre, acabo de saludar a don Pepito, el zapatero”. “No es posible hijo, le contestó la señora, hace seis meses que lo enterraron”.  El susto que se llevó el muchacho le convenció totalmente de que los espíritus de los muertos regresan en estos días.

Hay otra clase de relatos sobre el Día de Muertos en los que se destaca los castigos o experiencias desagradables que pueden sufrir quienes no se dispusieron para recibir a las ánimas y hacer la ceremonia como indica la costumbre. Básicamente las versiones recalcan que, si por desidia, incredulidad o tacañería no prepararon los alimentos de los difuntos, éstos ocuparían la cocina para preparar ellos mismos los guisos o simplemente haciendo ruidos que asustarán al dueño de la casa. Entonces, para evitar ser asustados, es mejor seguir las creencias con respecto a los finados.

Cuando llega el 30 de noviembre de cada año se debe hacer los últimos rituales acostumbrados para despedir a los difuntos. Se les pone de nuevo la mesa con ricas viandas para que se retiren satisfechos; se colocan velas en las puertas y las albarradas para que las ánimas vean su camino al reino de los muertos. El agua de la jícara que estuvo en el altar durante los rezos se tira en una maceta o en un rincón no transitado por respeto a los que de ella tomaron su esencia (Borges Castillo, 2019: 3).

Todas estas narrativas contienen símbolos que expresan las nociones mitológicas y las creencias ancestrales de los yucatecos en su mayoría, sean mayas o no. El texto de cada relato permite acercarnos a la cosmovisión local y comprender mejor las tradiciones que hoy día respaldan la celebración el Día de Muertos. La extraordinaria vigencia que tienen en la actualidad estos relatos permite afirmar que la cultura de los yucatecos enfrenta al fenómeno de la muerte con una actitud apropiada y prevalece aún con la irrupción de las influencias de sociedades que provienen del exterior peninsular. 

Referencias 

Borges Castillo, José Iván. “El muchacho desobediente y la rezadora” en Diario Por Esto!  Mérida. Sección La Ciudad. Mérida. 16 de octubre de 2107. 

Borges Castillo, José Iván. “Bix mes” en Diario Por Esto!  Mérida. Sección Cultura. Mérida. 30 de noviembre de 2019.

Orilla Canché, Miguel Ángel. 1996. Los días de muertos en Yucatán (Hanal Pixán). Mérida. Maldonado Editores.

Remolina, Tere, Becky Rubinstein e Isabel Suárez. 2017. Leyendas de todo México. México. Selector.