Kukulcán y las hojas de coca, el enrarecido sueño de un cronista

Un relato poco usual de una experiencia periodística enrevesada con algo personal

Por Rafael Gómez Chi

Mérida, Yucatán, 22 de marzo de 2022.- Una noche antes se me había subido el muerto. Pareces consciente pero estás inmóvil, como hundiéndote en las sábanas, apretujado, sumido en la desesperación, sudando a pesar del aire acondicionado de la habitación.

Me levanté de un salto. No miré la hora. No miro el reloj cuando me despierto en las madrugadas. Temblaba. Tenía la boca enrarecida, como cuando comes algo agrio luego de lavarte los dientes.

Regresé a la cama y me obligué a dormir.

Desperté a las seis de la mañana. Lunes inhábil, pero tenía trabajo, había que ir a Chichén Itzá al día siguiente del equinoccio, como marca la tradición del 21 de marzo.

Me llevé a Paul Auster de compañía. La noche del oráculo llevaba ya mucho tiempo en mis libreros y no lo había leído. Cosa rara, me dije.

No soy huraño ni misantrópico, pero curiosamente casi no quería socializar en el autobús hacia la zona arqueológica. Saludé para no parecer un extraño, hice dos o tres bromas sobre el tiempo y me acomodé en un asiento, solo. Empecé a leer a Auster. Pero no pude pasar de 33 páginas. Volvió a subírseme el muerto pero ahora me aniquiló. Martha Chan me fotografió para exhibirme en un grupo de WhatsApp. “Sólo a eso viene”, escribió.

Desperté a pocos kilómetros de la caseta de cobro de Pisté. Ahí me percaté del meme en el WhatsApp.

Cuando descendimos del autobús Chaac parecía rebelarse. “¡Se los dije, va a llover y no van a ver ni madre!”, gritó Martha, riéndose. Los demás buscaban un refugio de la lluvia, pero yo no. Alcé la vista al cielo y miré una nube pequeña. “Pasará pronto”, dije.

Unos tacos de escabeche sosegaron la ansiedad del hambre.

En la zona arqueológica le di tranquilidad sobre las nubes a la periodista Ale Pocket. “La mayor parte de los años está nublado antes del equinoccio, pero a la mera hora se despeja, ten fe”, le dije. Creyó en mí. Como buenos reporteros, Ale, Karen Clemente, Román Chan, Jesús Cruz,  Guillermo Castillo y yo nos dedicamos a dilapidar el tiempo en bromas entre nosotros. “Por eso somos buenos periodistas, porque tenemos una gran imaginación”, dijo Ale cuando posamos en varias fotografías y selfies esperando el fenómeno. La amistad forjada a través de los avatares de las trincheras del periodismo quedaba una vez más de manifiesto. Por un momento soñé de nuevo con un periódico con estos compañeros como reporteros, seríamos imbatibles.

María Apaza Altomisayoq

Los aplausos de la gente me devolvieron a la realidad de la explanada de Chichén Itzá. Ik´, Kin y Kukulcán se correteaban como jugando pesca pesca para ver quién tocaba la base primero. La serpiente emplumada lo consiguió.

La gente se quedaba quieta en sus lugares, pero los reporteros no. Íbamos aquí, allá y acullá buscando la fotografía, el momento, la anécdota, lo curioso, lo que no vas a leer o mirar en las tomas, hasta que Héctor Moreno me detuvo en seco.

—Mira, mira, son hojas de coca… ¡Me las dio María, una señora que vino de Cuzco! —me dijo y del brazo me llevó con ella.

María Apaza Altomisayoq estaba satisfecha. Había visto a Kukulcán descender por la alfarda norte y ya estaba de espaldas a la pirámide. Me acerqué e intenté hablar con ella, pero su hija me dijo que no habla español.

La señora extrajo de una bolsa que supongo era de piel de llama y de ella sacó unas hojas y me las extendió, pero de pronto se retractó, volvió al bolso y sacó más hojas, las dividió en tres y en dos y me las entregó. Su hija quedó sorprendida.

—¡Le dio un quinto y una pachamama!

Le di el teléfono para que me tomara unas fotografías y la mujer temblaba, estaba muy emocionada de que su madre me hubiera obsequiado así las hojas, porque decía que eso era una bendición. Me dijo que debía masticarlas y luego que se les fuera el sabor debía enterrarlas en algún lugar significativo para mí.

La tarde terminó de caer con un cielo totalmente despejado. Guardé las hojas dentro de Paul Auster y cuando abordamos el autobús de vuelta a Mérida el muerto volvió a subírseme. Pero esta vez ya no tenía miedo, estaba liviano, como con una especie de sosiego interior desde donde dejaba el páramo de la noche y pensaba en aquellas hojas y su destino. En mi destino, aún largo y  tan alegre como doloroso.