La alegría de estar cansados y felices

Texto de presentación de La fiesta de la anécdota, del periodista Joaquín Tamayo, reeditado recientemente

Por Joaquín Filio

Mérida, Yucatán, 8 de febrero de 2022.- Descubrí, en fechas recientes, entre los libros olvidados al pie de una mudanza, un ejemplar de La noche que Chilla nené le vendió su alma al diablo. Una novela infantil escrita por la autora chilena Eugenia Echeverría y que de la mano de la extinta colección Botella al mar, llegó a mi durante mis primeros años. Un libro desgastado por el obsesivo movimiento de la lectura durante las noches, cuando era la hora de acostarse y comenzar a soñar con los ojos abiertos. En aquellos años, papá se sentaba a un lado mío y con el cansancio de la jornada en el periódico a cuestas, retomaba la página de Chilla nené en la que nos habíamos ausentado. Ahí descubrí el incansable oficio de contar una historia.

En ese mismo libro encontré, tiempo atrás, los dibujos sin forma que surgían, implacables, del capricho de mis crayones, pero también los apuntes sin fecha, los subrayados cenicientos y hasta las correcciones totales de papá. Una de sus grandes manías, la de continuar con la escritura encima de algo que ya ha sido publicado. Eso para mí representa esta reedición de la Fiesta de la anécdota. Una manera de continuar rayando, sin perder de vista el estado de ánimo con el que vieron la luz primera, estas crónicas y reportajes que vuelven como extraños paisajes de fotografías que comienzan su metamorfosis al sepia.

Es verdad: el oficio de la escritura es, indudablemente, uno de los más complejos. No todos se encuentran en las posibilidades de ejercerlo sin padecer, sin titubear. Y en este sentido tengo el privilegio de haber sido un niño que creció entre libros y grabadoras de casete y libretas maltratadas por el capricho de la lluvia y plumas increíbles que parecían nunca agotarse.

Recuerdo con cariño las mañanas del verano, en las que a falta de clases por vacaciones, me mudaba con papá a la redacción del periódico en el que trabajaba en aquel entonces. Recuerdo haber descubierto los enigmas de la luz en el cuarto oscuro, entre extraños olores, esperando el milagro de la fotografía. Nunca me abandonará el sonido de las teclas al chocarse. La primera computadora de papá; el escándalo de sus partes al descomponerse. Pero sobre todo, traigo a la memoria, la ilusión de sabernos cansados y felices.

Para mí un reportero era alguien con el cabello largo, la camisa sucia y los pantalones desgastados, que bebía coca cola en sus tiempos libres y que salía, cigarrillo en mano, a la aventura de encontrarse con el destino. Así es como yo lo atestiguaba al tiempo que escuchaba las historias de papá sobre hombres solitarios, habitantes de islas de bolsillo, dispuestos únicamente a cumplir con su trabajo: encender la luz de un faro.

Desde mi perspectiva, Gabriel García Márquez era un viejito parecido a mi abuelo, al que mi papá apreciaba y de quien nos había conseguido un autógrafo durante uno de sus viajes. Un mensaje que por cierto, se ha convertido en algo así como un mantra. Eso es lo que dice la primera página de Relato de un náufrago, que con el temblor de la firma suscribe: Para Joaquín y Pablo de su tío Gabo.

Nunca olvidaré el día en que vi su nombre (mi nombre) en la portada de aquella primera edición de La fiesta. Lo tuve conmigo del tingo al tango. Me acompañaba a las fiestas familiares y al colegio. Y decorosamente, sin haberlo leído (era impensable leer algo sin ilustraciones a las 10 años) lo presumí como una victoria espectacular. Como una insignia.

No fue sino hasta los primeros días en la Facultad de Antropología donde descubrí que ese mismo libro formaba parte de algunos cursos de la carrera en letras. Ahí reconocí la metáfora oculta de crónicas como La visita de la reina Sofía a Yucatán, o la maquinita del ritmo en Jaulas de cristal para un pájaro Navarro. Me sigue sorprendiendo que de manera hipotética hubiera muerto Borges en Uxmal y tristemente sólo pude conocer el Cine Maya a través de sus escombros y de las peripecias descritas en El espectáculo final.

Pocas veces la vida y la literatura dan segundas oportunidades. Ahora ambas parecen haberse puesto de acuerdo entre portada y contraportada y se revelan en esta inesperada reedición, producto de la mirada meticulosa y el adjetivo bien puesto de su autor. Hay que decirlo La fiesta se ha convertido en mi manera de viajar en el tiempo. Bajo la alquimia de la prosa y el relámpago de la poesía, ahí es donde germina el talento de los textos recopilados, que a 20 años de su primera aparición regresan con más humanidad, más noticia, para recordarnos que efectivamente la literatura al igual que la vida, a veces nos regalan el milagro del reencuentro…

Por mi parte sigo leyendo, ahora sin dibujos, estas historias que sólo pueden suceder por la conjura del periodismo. Y constato le sentencia final del prólogo. Para mí, papá es todos y cada uno de sus personajes: un pirata nocturno, el testigo de un enigma, el arqueólogo de un cine: el reportero incansable que solía contarle historias a su hijo.