Por Mitsuo Téyer
Mérida, Yucatán, 6 de julio de 2021.- Era 1997 y Jakob Dylan y sus Wallflowers se apoderaron de las listas de música popular en la radio mundial. Antes de irme a dormir, ponía una casetera a grabar mi programa de radio (#porquepobre) por si existía una canción que valiera la pena. No se me hacía justo que el sueño me privara de encontrarla y no poder oírla al día siguiente. Escuchaba la grabación al levantarme y, de golpe, al terminar la publicidad del World Track Show sonó una guitarra.
So long y don´t remeber when. Sentí a Cervantes en esas letras y otro riff poderoso me atrapó. La pausé, agarré el walkman de mi hermano y pensé que debía escucharla en completa calma. Me la llevé cual ladrón que atrapa una joya. No me importaba que medio planeta ya supiera de su existencia, ¡por favor! era la banda del hijo de la principal leyenda del rock y dueño de la mejor canción en la historia.
Iba en el segundo semestre de mi primer año en la Prepa México. Nunca me ha encantado levantarme de madrugada y consiente de eso, mi madre siempre tuvo un plato de comida caliente y riquísima a las cinco y media de la mañana. Creo más en el término condiciones favorables y no privilegios, ya que conozco millonarios que en su vida han comido lo que he tenido la dicha de probar a mis dulces 38.
Es en la prepa donde empezamos a forjar al adulto que seremos, aunque en el caso de los que nacimos en México entre 1977 y 1985, creo que algo se movió en nuestro cerebro cuando a muy temprana infancia tuvimos acceso a dosis de realidad y sufrimiento dramático corta-venas de los animes japoneses que empezaban a llegar. Me lo confirmó El Universal esta semana con su titular “Lo que Remi tiene que enseñar a la generación de cristal” (sic, que yo sí los adoro y creo que son fuertes a su manera).
Candy-Candy, Remi, Caballeros del Zodiaco, Supercampeones, Pepe Miel y un etcétera de producciones hechas por gente adulta que todavía le resonaba en sus oídos Hiroshima y Nagasaki. El televisor ya se había hecho niñera de muchos y la barra sabatina matutina era una mezcla de sangre, sudor y lagrimas que te salpicaba el alma, quieras o no.
Llegue a tiempo a mi paradero y solté mis habituales piedras (¡¡Dame tu fuerza Pegaso!! para lo que se ofrezca) que cargaba durante el trayecto de la puerta de mi casa en la 84 a la Avenida Itzáes y le di play. El tiempo, perfecto. Su voz, un lamento esperanzador, sin caer en la melancolía. Resiliente, como le dicen. Al observar el video me parece que Jakob está hiperpacheco y se puso gotas, con una cara indolente y la pupila a reventar. A las seis de la mañana sentía que el telón de fondo negro con las estrellas doradas, también se caía para comenzar el día.
Nuestra mini-generación, de acuerdo con el sociólogo Dan Woodmanal, es la de los adultos jóvenes, madurones, pues, que están entre 34 y 40 años y que nacimos en la era análoga pero que tuvimos que adaptarnos al mundo digital. Ni de broma somos tan persignados como la generación X, pero si nos consideramos más centrados que los millenials. Hablábamos horas por teléfono y descubrimos que el mundo estaba a un clic de distancia y así nos lo fuimos inventando y acabando. Algunos cambiamos nuestros hábitos de consumo y dejamos de ver la salud mental como cosas de locos.
La oí diez veces, durante los casi cincuenta minutos que duraba mi trayecto a la PreMex; mi inglés mascado luego de varios procesos cognitivos muy particulares daba fruto, aunado a que el coro era claro y parecía un himno de lucha para toda la vida: Hey, come on try a little, nothing is forever.
There’s got to be something better tan, in the middle. #Échaleganitas en gringo pero de manera filosófica ante la muerte de las ideas. Era el tiempo en que lo viral estaba a la vuelta de la esquina, sin saber el tamaño del monstruo que estábamos creando y que hoy domina la vida de tantos.
Es curioso que en gran medida de la población mexicana, los términos mamá y papá luchones pertenezcan a mi mini-generación. Consientes y claros de nuestra libertad emocional, muchos optamos por el divorcio o la separación sin tanto drama, pero reflexivos de nuestra salud mental por encima del “qué dirán”.
Incluso nuestra generación empezó con la visión de “qué civilizados” al ejercer crianza en conjunto pero separados, sin caer en la alienación parental. Claro que somos luchones, qué vamos a tener tiempo para andar con dramas, lloramos y seguimos dándole, es sencillo andamos consientes de lo difícil que es la vida y en lo que podemos la disfrutamos.
Y seguimos luchando, cuales Caballeros del Zodiaco, sin importar si estás incómodo o si lo haces llorando, si se murió hasta el monito que te acompañaba (cuando algunos a amigues me han dicho que los afectó la muerte del Rey León, les pongo la muerte de Corazón Alegre de Remi y les doy un kleenex). Lo que importa es seguir, siempre seguir. Ahí vamos viendo cómo se pone la cosa. Siempre seguimos. Inclusive cuando sólo tengamos un faro de frente.