Por Itzel Chan
Era 2006. Un Tabasco que aún creía que estaba bien, pese a todo el robo del que había sido objeto sin que se diera cuenta.
Crecí en una familia cristiana -y tiene sus respectivas referencias malas o no tantas el cristianismo en sí, pero entre ellas, las que agradezco es que mi madre me hubiese cuidado hasta donde pudo-.
Era mi último grado de preparatoria.
Él era un chico tranquilo y como algunas mamás, le denominaban “decente”, quizá sólo por ser alto y blanco.
En algún momento me descubrí siendo novia de Leonardo y ahí mi vida cambió.
Entrábamos cada día a las 6:00 de la mañana a clases y de alguna forma, él me había convencido tanto que yo fui capaz de pedirle cada día a mamá y papá de que me llevaran a las 5:30 de la mañana al plantel.
Una mañana –casi cualquiera-, quizá el enojo de él era tanto que nada tenía que ver con una discusión adolescente y, entonces, me cacheteó.
Esa fue la primera vez que se me cimbró el cerebro para dudar eternamente de mi posición como mujer ante el mundo.
Hago paréntesis textual: jamás había platicado con mi ‘má o mi ‘pá de cómo era una relación. Lo poco que sabía era lo que había atestiguado entre ellos y tampoco era muy sano que digamos.
Él comenzó a prohibirme cosas y acepté cada una por mínima que fuera.
Acepté cada día mientras me rompía cada tarde, noche, la vida.
Teníamos amigos y amigas con las que reíamos a morir, pero desde el día que me golpeó, tomamos caminos distintos a esos seres que nos querían: nos hicimos aislados para ser claros.
Siempre había sido yo una alumna de cuadro de honor –esas cosas de competencias con las cuales ya no estoy tan de acuerdo-.
Pero desde aquel primer golpe me reduje a ser esa alumna que salvaba materias conforme podía, dejé de participar en competencias hasta que desaparecí para la academia, para el mundo, para mí.
Me disolví en silencio.
Incluso, una vez me había ganado un reconocimiento por escribir un discurso a la presidenta estudiantil de la preparatoria y… cuando llegué a ese parque de romanticismo eterno y falso, noté que había sido quemado y no exigí nada.
La apropiación de la violencia la viví en el alma y la piel un 24 de diciembre: Mi familia había ido a la iglesia.
Tenía puesto un vestido rojo vino y él dio un golpe con bastante fuerza en el estómago.
Mientras yo reconocía que era demasiado tarde para cantar coros de agradecimiento por el nacimiento de Jesús con mi familia, seguí llorando: lloré por pausas en todos los baños de casa.
Fue alguna de las primeras veces que lloré el dolor.
Yo viví una vida adolescente muy, muy mal.
Un día mi ma’ me llamó y me dijo: queremos que Leo esté en casa porque tiene que ir a la escuela por tus primos.
En cuanto llegué con él, mi papá apareció por arte de magia y puso candado al portón y a la puerta.
La pregunta que enseguida mi padre hizo fue: ¿Por qué golpeas a mi hija?
Me recuerdo llorando y llorando y llorando y aun defendiendo lo indefendible.
Mi mamá me preguntó: ¿por qué lo niegas?
Y yo lo seguía negando todo. Seguía negando que Leonardo me golpeaba.
—Toc, toc —suena la puerta.
Mientras, lloro.
Salió un grupo de amigas y amigos de mi cuarto, que me confrontaron y me dijeron: Perdónanos, Itzel, queremos salvarte.
Algunas personas de ese reducido grupo tenían los ojos rojos de tanto llorar, porque es posible que no supieran lo que estaban haciendo.
Yo no entendí el mensaje directamente en ese entonces. Ahora sí.
Pero sé que esa red de personas me salvó, me salvó el alma, el estar y la vida.
Pasó el tiempo.
Y entiendo que las mujeres, en cualquier lugar la pasamos mal si las personas que nos rodean no tienen idea de qué es estar bien sin importar el género.
Me recuerdo confundida a mis 10 años después de un ensalmo- menjurjes en mi pueblo- y el brujo a cargo, me besó y tocó la vagina mientras mi mamá estaba al otro lado de la puerta.
Yo a mis 12 años recuerdo que en el mercado de Villahermosa alguien me dijo: qué rico culito tienes, mami. Y yo lo primero que sentí fue un miedo, vergüenza de mi cuerpo y asco enorme a la vez.
No terminaría de descifrar el por qué mis situaciones me han llevado a creer en las redes violetas.
Tengo amigas que son mi red, que son mi sustento y sé que si algo pasa a la hora que sea, están para mí; ellas, todas me hacen fuerte, cada día más.
Pero a diferencia de mí, hay mujeres que están casi solas y es por eso que existen ahora las redes oficiales que salvan.
Por ejemplo, en este estado se ha formalizado la Red de Acompañamiento Yucatán, en donde se busca gestionar de forma inmediata ayuda para mujeres que estén en situaciones vulnerables o de auxilio.
Milka Abril Rodríguez Cárdenas, quien dirige este proyecto en el que se monitorean a mujeres 24 horas, los siete días de la semana, explica que cada día las mujeres estamos rodeadas de maltratadores y abusadores sexuales, por ejemplo.
Sin embargo, las instituciones aún protegen y encubren agresores, de justicia patriarcal donde se revictimiza a las mujeres porque en ocasiones hay un amiguismo político qué proteger.
Cuando cuestioné a Milka del por qué seguir impulsando esta red de protección a mujeres, ella aseveró que se debe a que nosotras vivimos en un sistema severo y duro, duro de romper y también de templos e iglesias donde abundan pedófilos y pederastas, en una sociedad que se fija más en cómo va vestida una mujer que en el violador…en una sociedad que cosifica mujeres y escuelas que encubren a maestros, directivos y alumnos acosadores y violadores.
“La violencia hacia la mujer está tan normalizada que nuestras necesidades de protección y seguridad son totalmente ignoradas. Los psicópatas, narcisistas, misóginos y machistas abundan, y no sólo eso, la violencia que ellos ejercen es aceptada y tolerada por la misma sociedad, es por eso que es esencial e importante crear redes seguras entre mujeres”, señaló con asertividad, pues ella misma ha sido víctima de todo lo señalado.
Las redes, las redes violetas nos salvan porque aprendemos que nadie nos puede cuestionar por nuestra forma de vestir, de ser, de maquillarnos o no…nuestra forma de habitar el espacio, el mundo.
Y no, no somos locas o exageradas por las secuelas que nos deja la violencia o por cómo nos anteponemos a ella.
Es nuestra responsabilidad continuar y casi exigir a las nuevas generaciones de mujeres que extingan las formas que en años anteriores nos opacaron, minimizaron e invisibilizaron.
Y no es un exigir para mujeres sino para hombres porque:
ESTAMOS, EXISTIMOS, SOMOS, SOMOS REDES VIOLETAS.