El impuesto que nadie quiere, pero todos usamos

noviembre 27, 2025

Una reforma fiscal asusta, cuesta votos, pero es necesaria e impostergable.

Por Rafael Gómez Chi

Mérida, Yucatán a 27 de noviembre de 2025.- Históricamente, casi nada genera tanto consenso como el rechazo a los impuestos. Nadie quiere pagarlos, todos sospechan que “se los roban” y, sin embargo, desde que la humanidad dejó de ser nómada y empezó a vivir en ciudades, los tributos han sido la sangre que mantiene viva a la comunidad. Sin impuestos no hay Estado… pero con impuestos mal diseñados o injustos, los Estados también se caen.

Basta mirar la historia: el imperio que ahoga a su gente con cargas fiscales termina erosionado desde dentro; el país en el que sólo una parte paga, mientras las élites se libran, tarde o temprano enfrenta revueltas. Cuando los impuestos son abusivos o claramente injustos, los pueblos se rebelan. Cuando son inexistentes o insuficientes, los servicios públicos colapsan y la convivencia se vuelve inviable.


Los mayas y el precio de mantener un señorío

En Yucatán nos gusta imaginar el esplendor maya sólo en términos de templos y astronomía, pero también hubo algo menos romántico: tributos. La civilización maya se organizaba en ciudades-Estado y señoríos donde el poder se sostenía, entre otras cosas, gracias a lo que los subordinados entregaban a la élite: maíz, cacao, trabajo, bienes.

Ese sistema dependía de la naturaleza. Cuando el entorno dejaba de responder —por sequías, agotamiento de suelos, sobreexplotación— la capacidad de producir excedentes se desplomaba y con ella el poder de los gobernantes. Una parte de la explicación de por qué en la península encontramos vestigios mayas por todas partes tiene que ver con eso: cuando ya no era viable sostener la estructura de poder y tributo en un lugar, había que desplazarse, reorganizarse o someterse a otro señorío.

No se hablaba de “impuestos” como hoy, pero la lógica era la misma: alguien cobra, alguien paga, y ese flujo sostiene un orden social… hasta que deja de hacerlo.


Del señorío al recibo del predial

Hoy la lógica tributaria sigue viva, sólo que con formatos electrónicos y ventanillas. Los impuestos pagan policías, maestras y maestros, personal médico, alumbrado público, pavimentación, recolección de basura, becas, escuelas y hospitales. Todo eso que damos por hecho cada vez que encendemos la luz en una calle o exigimos que tapen un bache sale de algún lado: del bolsillo de quienes pagamos impuestos.

Eso vale para todos los niveles: ayuntamientos, gobiernos estatales y federales. No se trata de defender a nadie, sino de recordar una obviedad incómoda: no existe ciudad ordenada, segura y funcional sin una base fiscal suficiente.

El problema es que queremos servicios de país desarrollado con una recaudación pobre. Queremos una autopista de primera con la cuota de terracería. Y cuando vemos luminarias apagadas, patrullas insuficientes o hospitales saturados, rara vez conectamos ese enojo con el tamaño real de la bolsa fiscal.


¿Quién paga de verdad?

El segundo problema es la desigualdad en quién paga y cómo. Las grandes fortunas y corporaciones cuentan con despachos legales y contables capaces de litigar durante años, encontrar resquicios y negociar adeudos. Los casos mediáticos de empresarios que deben miles de millones en impuestos y terminan resolviendo en tribunales sólo son la punta del iceberg.

Del otro lado están las personas asalariadas, que no tienen escapatoria: el ISR se les descuenta antes de ver el dinero. Y están también los pequeños negocios formales que enfrentan auditorías, requisitos y cargas administrativas para cumplir al pie de la letra. A eso se suma el peso de la informalidad, donde millones trabajan y venden sin declarar, lo que recorta aún más la base tributaria.

El resultado es un sentimiento extendido —y entendible— de injusticia: “yo sí pago, pero los que más tienen siempre encuentran cómo zafarse”. Cuando la gente siente que los impuestos son el impuesto a los mensos, el pacto fiscal se rompe.


Una reforma fiscal que sigue en pausa

Desde hace años se habla de la necesidad de una reforma fiscal integral, adecuada para todos: simple para quien paga, clara para quien recauda y progresiva para que quien tiene más, aporte más. Pero la palabra “reforma fiscal” cuesta votos, y por eso suele posponerse.

En lugar de discutir a fondo el modelo, se aprietan tornillos aquí y allá: más fiscalización, algunos impuestos especiales, persecución puntual de grandes deudores. Eso ayuda a recaudar un poco más, pero no sustituye un rediseño donde la carga sea más justa y donde la clase media deje de ser la piñata permanente.

Mientras tanto, los municipios sobreviven con prediales que casi nadie quiere pagar, cuotas simbólicas y transferencias insuficientes. Después nos sorprende que no alcance para mantenimiento urbano, alumbrado o patrullajes constantes. Y todo esto aplica igual al ayuntamiento, al gobierno estatal y al federal: la responsabilidad es compartida.


Más gente, más demandas… y el chasquido de Thanos

Cada vez somos más seres humanos y cada generación exige más cosas del Estado. No basta con “que no haya baches”; también pedimos parques cuidados, transporte digno, seguridad con respeto a derechos humanos, hospitales que funcionen, becas, cultura y espacios públicos de calidad.

La única manera mágica de no subir nunca los impuestos, ni ampliar la base de quienes contribuyen, sería hacer lo que hizo Thanos: chasquear los dedos y desaparecer a la mitad de la población. Mientras eso siga perteneciendo (por suerte) a la ficción, lo único realista es discutir cómo se va a pagar el país que decimos querer.


Impuestos: del enojo a la responsabilidad

La pregunta de fondo no es si nos gustan los impuestos. A nadie le gustan. La pregunta es si queremos vivir en una sociedad capaz de sostener servicios públicos mínimos y de invertir en el futuro, o si preferimos seguir fingiendo que todo se resuelve “cortando privilegios” y “combatiendo la corrupción” sin tocar el tema fiscal de fondo.

Sí, es indispensable exigir transparencia, combatir la corrupción y cerrar la llave a los despilfarros; sin eso, cualquier peso recaudado se vuelve sospechoso. Pero incluso con un gobierno perfecto seguiría siendo cierto que la civilización, desde los mayas hasta hoy, se sostiene sobre algún tipo de tributo.

Los ricos no pueden seguir teniendo todas las vías para eludir, los pobres y la clase media no pueden seguir cargando solos, y los gobiernos —municipales, estatales y federal— no pueden seguir posponiendo una discusión que es tan incómoda como inevitable.

Al final, los impuestos son el recibo de la vida en común. La cuestión es si aceptamos hablar en serio de ellos para que sean más justos, o si seguiremos huyendo del tema… hasta que el próximo colapso, como en los viejos señoríos mayas, nos recuerde que ninguna sociedad vive gratis.

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