Crónica de cómo el periodista encontró una unidad de la Alianza de Camioneros en el norte y pensó si la realidad no le gastaba una broma pesada
Por Rafael Gómez Chi
Hice la parada al camión pero cuando se aproximó hacia mí escudriñé mi alrededor para cerciorarme de no haber sido teletransportado abruptamente a otra parte de la capital yucateca, pero no, aquella zona era Altabrisa.
—¡Centro! —avisó el camionero y abordé la unidad.
—¿Qué chingados hace un camión rojo de la Alianza por estos rumbos? —pregunté tomando mi asiento detrás del chofer.
—Le quitaron la concesión a los anteriores dueños y nos metieron acá para no dejar al pasaje tirado —respondió el camionero mirándome por el retrovisor.
En el panorámico de la unidad se leía “Carranza” escrito con pintura blanca para zapatos. Se trataba de la M-28, con calcomanías de los Pumas, de la boca de los Rolling Stones, un pequeño cuadro de la Virgen de Guadalupe y un par de bocinas, pero sin estéreo.
El conductor no perdió la oportunidad de desahogarse. En ese momento solo íbamos dos personas en la unidad y él.
—Es mi primer día aquí y no quería venir, pero me obligaron. No conozco la ruta pero por lo que se ve acá pura gente engreída a la que no le importa nada. Ahí está, un compañero ayer estacionó para subir pasaje cuando de pronto se estrelló detrás de él una camioneta de esas lujosas, conducida por una muchachita que solo iba viendo su celular, bueno, pues, la mujer se bajó acusando a mi compañero de detenerse de golpe, ¡vaya pendejada!.
Yo escuchaba.
—Allá no tenemos rutas, un día estás en Cielo Alto y al otro en San José Tecoh, pero no hay pedo. Acá solo esta ruta y tarda dos horas, ¡dos horas! Velo, son las 10 de la mañana y apenas llevo 50 boletos, ah, y además quieren que haga doble turno. Allá empezamos a las tres y media de la mañana, aquí a las siete y paramos a la una y quieren que vuelva a subir a las tres, ¿y dónde voy a pasar dos horas sin hacer nada? Yo vivo en Ciudad Caucel, que no jodan. De encima, no me quieren pagar el otro sueldo, todo lo quieren gratis. Allá por lo menos se hacen 500 o 600 pesos en un turno, pero acá no voy a llegar ni a 200 pesos más los 140 pesos del sueldo, pues no, no se puede. Yo no quería venir, además allá tengo mi camión, porque este camión no es mío, velo, se está cayendo, ¡está hecho un desmadre!
La unidad se encuentra destartalada, con las bancas sucias, las ventanas trabadas, los respaldos pintarrajeados. Se chicolea de tal manera que no se precisan de baches para ir dando tumbos en el asiento y uno solo piensa en que vamos en un camión que representa a la perfección el clasismo meridano, ese que arroja al sur a lo que se pueda, a lo que le alcance, y al norte a lo mejor, a lo más nice, lo agradable. Es que en el sur hay puro vándalo y en el norte pura gente educada. El cronista solo piensa que por los cuatro puntos cardinales hay delincuentes, pero en el sur roban lo que alcanzan y pueden y huyen corriendo o en bicicleta, mientras que en el norte cometen crímenes de todo tipo y no huyen, se suben a sus Mercedes o sus BMW a refrescarse con el aire acondicionado.
—¿Por aquí voy a la Carranza? —preguntó el camionero.
—Ya te pasaste una cuadra —respondió una pasajera que había pedido bajarse en la delegación del ISSSTE.
El chofer retomó la ruta con una vuelta a la cuadra.
—¿Ven? No conozco la ruta.
La señora que le indicó por dónde era se bajó no sin antes indicarle cómo debía ir para continuar por la Avenida Alemán.
El cronista pidió la parada en la calle 50, por donde se ubica el monumento a Emiliano Zapata. “Pásate el semáforo, me bajo después”, pidió. El camionero detuvo tantito la unidad y el periodista dio un salto al tiempo que gritaba gracias mientras un impaciente cabeza de chorlito hacía sonar el claxon desesperadamente, con esa urgencia estúpida con la que conducen algunos yucatecos.