La leyenda de Chen-há y la caída de las redes sociales

octubre 4, 2021

Una crónica de un viaje al pasado, cuando sólo Dios sabía lo que hacías

Por Rafael Gómez Chi

Kopomá, Yucatán, 4 de octubre de 2021.- Embelesado por el zumbido de las meliponas en el tronco de un flamboyán a las orillas de la aguada de Chen-há, el cronista sintió el relámpago del viaje en el tiempo y en el espacio a cuando tenía quince años.

En su pubertad solía ir con sus amigos a bañarse en aquella aguada. Eran los años ochenta del siglo 20 y cuando salías de tu casa lo hacías “a la buena de Dios” porque sólo él sabía de tus pasos. Nadie más.

Intentó subir unas fotografías al Facebook. Pero atraído por la belleza del paisaje abandonado al paso del tiempo, el cronista no reparó en la falla mundial de la red social y del WhatsApp, su parásito sistema de mensajería. Había guardado el teléfono en el bolsillo de un desgastado Levi´s.

El camarógrafo del cronista hacía unas tomas con el dron. Los únicos sonidos eran los del viento golpeando las hojas del espeso follaje, la hierba meciéndose y el zumbido de las abejas. No se oían los autos de la vía Mérida-Campeche.

Las primeras horas de la mañana sirvieron para detenerse en Chocholá para grabar un vídeo de la historia del Uay-chivo, el fantasmagórico y diabólico ser originario de ese pueblo cuyo nombre fue Porfirio, olvidado ya por los pobladores. Aquel hombre, si existió, pasó del plano terrenal al de la leyenda, el mito, al inconfesable vagar por la oscuridad de la noche en Yucatán. Son tiempos cercanos a los días de muertos, los fieles difuntos, hay que contar historias de terror, pensaba el cronista.

¿Usted sabe dónde vivió el Uay-chivo?

—El Uay-chivo vive ahora en Poxilá —dijo, ufano, el señor aludido antes de cruzar la calle principal de Chocholá.

Llevaba alpargatas, pantalón café y camisa blanca abotonada a medio pecho, con el cubrebocas mal colocado, como una pegatina de campaña política medio arrancada del trasero del auto.

Tres hombres a la sombra de un almendro miraban curiosos al cronista y al camarógrafo hacer sus tomas.

¿Por dónde queda Chen-há?

—Ahí, a cuatro kilómetros —contestó uno sin camisa, solo levantando la mano derecha y apuntando hacia la salida a Campeche.

—¿Eso va a salir en la tele? —cuestionó el otro, como cuando alguien pregunta por la hora.

Sale en redes sociales, en el Facebook, en Crónicas Delirantes —respondió el cronista enseñando el teléfono.

En la carretera, la conversación del camarógrafo con el cronista distrajo la ubicación de la aguada. La conexión de la red no era buena, pero logró dar con el sitio exacto.

La reja estaba cerrada con una soga de nylon desgastada por el sol, pero el cronista pudo abrirla con facilidad.

Dejamos el auto apenas a la entrada y caminamos hacia la aguada. Enormes plastas de heces bovinas emergían de entre la hierba como trampas de fango. Las evitamos. Un iguano detectó a los visitantes y se resguardó por entre una piedras.

A pocos metros tuvieron una vista sin igual. La aguada de Chen-há en su esplendor, sin seres humanos, solo las abejas recolectando la miel de la flores de los lirios y los mosquitos.

De cuclillas, mientras hacía una fotografía, el cronista pensaba en la mágica leyenda de la mujer que soltó la múcura del hombro cuando el perro le contestó el regaño por no cuidar al bebé. Dicen los pobladores cercanos que en el fondo aún está la choza de aquella mujer vigilando el paso del tiempo.

A la vuelta hacia Mérida, la caída de Facebook y el WhatsApp ya traía locos a más de uno. El cronista solo pensaba que era como en los ochentas. Solo Dios sabía de lo que él hacía.

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