Vivir a plenitud en el corazón de Mérida

diciembre 5, 2025

Por Rafael Gómez Chi

Mérida, Yucatán, 5 de noviembre de 2025.- En una calle del barrio de Santiago late el corazón de una Mérida que parece resistirse al paso del tiempo. Allí habita David Tomás, custodio de una casona de 1895, testigo de generaciones, memorias y silencios que saben a historia.

—Mis amiguitos de la escuela decían que mi casa era como un castillo —relata la mañana en que recibió al cronista.

La casa, con paredes que aún conservan trazos de pintura hecha por un artista español cuyo nombre se desvaneció con los años, respira con el ritmo del sol: sus ventanas se abren al amanecer y se cierran lentamente al caer la tarde, protegiendo muebles y recuerdos del clima yucateco.

—Hace poco tocó la puerta un viejito, no era un señor achacoso, pero sí ya viejito y me contó que cuando él era niño no había pavimento y pasaba por acá, su mamá lo regañaba porque él sólo quería subirse a la banqueta, que estaba muy alta, como una travesura. Pues vino, tocó la puerta y preguntó si aún viven las personas de aquellas épocas —relató.

David forma parte de los meridanos retratados en Arraigo, el libro de Bénédicte Desrus que recorre la intimidad de los hogares del centro histórico. Durante dos años, la autora caminó estas calles, tocó puertas, conversó con vecinos y capturó en 61 casas la esencia de una ciudad que abre sus portones como quien ofrece un relato. Sus fotografías no siguen un tiempo lineal; son un vaivén de retratos y espacios donde lo privado dialoga con lo público, donde cada imagen es un fragmento de vida.

—¿Cómo es vivir en el centro?— le pregunto a David, mientras el aire de la mañana que se cuela por las ventanas nos envuelve.

—Tiene un encanto especial —responde con una sonrisa que parece abrazar cada pared—. Antes era lo normal, ahora que la ciudad creció tanto es cuando uno nota la verdadera delicia de vivir aquí.

Y es cierto lo que dice. El cronista y su asistente pasaron toda la mañana con él y con la fotógrafa Bénédicte Desrus, y la calma, el sosiego, parecían extraídos de un cuadro bucólico. Y es que la vida de David ha girado siempre en torno al mercado de Santiago, a las escuelas cercanas, a los vecinos que en su mayoría ya partieron, dejando atrás casas que respiran soledad y memoria. Aun así, la suya sigue abierta, como un vestigio de la Mérida hospitalaria de antaño. “Aquí nacimos todos, aquí crecimos con nuestras hermanas y primos. La casa siempre ha estado abierta”, dice mientras señala las paredes restauradas solo en la base, donde la humedad insiste en escribir su propio relato.

En el patio, el tiempo parece suspendido. El canto lejano del mercado se mezcla con la calma de un pueblito olvidado, aunque afuera el mundo moderno avance con su ruido y su tráfico. David recuerda que por esta misma calle alguna vez pasó Carlota, rumbo a Sisal, y en su memoria ese dato histórico se mezcla con lo cotidiano, como si la historia grande y la íntima siempre hubieran convivido.

Vivir en el centro de Mérida es vivir en plenitud, entre ecos de pasos antiguos y la certeza de que cada amanecer abre una puerta no solo a la luz, sino al diálogo constante con la ciudad que fue y la que sigue siendo.

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