Por: Raúl Asís Monforte González
Mérida, Yucatán, 25 de abril de 2025.- Después de la primera década del siglo XXI, el mundo fue testigo de un crecimiento explosivo en el uso de fuentes renovables de energía eléctrica. Tecnologías como la eólica y, sobre todo, la solar fotovoltaica se desplegaron de manera acelerada en prácticamente todos los rincones del planeta, aunque con ciertas disparidades regionales. Este auge inicial fue impulsado por una creciente conciencia colectiva sobre la urgencia de reducir, o idealmente eliminar, las emisiones de gases de efecto invernadero que genera el sector energético.
Sin embargo, el verdadero punto de inflexión llegó cuando la transición energética dejó de ser únicamente un asunto ambiental y se convirtió en una oportunidad económica tangible. La drástica caída en los costos de la energía renovable, especialmente la solar, coincidió con incrementos sostenidos en los precios de los combustibles fósiles, haciendo que las tecnologías limpias pasaran de ser una aspiración futurista a una decisión financieramente lógica y rentable.
Hoy, nos encontramos ante un nuevo desafío. Ya no se trata solo de ahorrar dinero. El objetivo ha evolucionado: buscamos tener control absoluto sobre nuestro suministro eléctrico. Queremos evitar apagones, reducir nuestra dependencia de una red sobrecargada o inestable, y aspiramos a una gestión energética más inteligente, más autónoma y, sobre todo, más soberana.
Y para alcanzar ese objetivo, hay un componente que se vuelve indispensable: el almacenamiento de energía. Las baterías son, sin duda, la piedra angular del futuro energético.
El almacenamiento permite que la energía generada por fuentes variables como la solar, que se produce de día, o la eólica, que depende del viento, pueda ser utilizada en cualquier momento que se necesite. Esto garantiza no solo continuidad, sino estabilidad en el suministro eléctrico. A su vez, permite reducir costos al optimizar el uso de la energía generada localmente, evitando picos de demanda y sobrecargas en las redes.
Pero el impacto va más allá de lo técnico. Esta capacidad de almacenar energía cambia por completo el modelo energético tradicional. Pasamos de ser consumidores pasivos a convertirnos en protagonistas: generamos, almacenamos y gestionamos nuestra propia energía. Se abre así un nuevo horizonte en el que personas, empresas y comunidades pueden tomar decisiones estratégicas sobre cómo y cuándo usar su energía, liberándose, al menos en parte, de la incertidumbre del sistema convencional