Nada nuevo bajo el Sol

Uber y el desencanto de la economía colaborativa

Ricardo Maldonado Arroyo

Lo admito: yo fui uno de los espíritus optimistas que vio con buenos ojos la llegada de Uber a Mérida. Pensé que bajaría el costo de los traslados y contaríamos con un servicio amigable. Sin embargo, las tarifas “dinámicas” parecen favorecer cada vez menos a los usuarios, los tiempos de espera se han prolongado y no son pocas las veces que, sencillamente, se les deja plantados. Abrimos la puerta de par en par a la ley de la oferta y la demanda. Sin menoscabo de las legítimas quejas contra Uber, conviene reflexionar cómo arribamos a este escenario.

Uber es una empresa que nació en 2009 en San Francisco, California. Contrario a como se presenta, no se trata de una empresa de transporte. No cuenta con vehículos ni con una plantilla de choferes. Uber es un software que vincula a conductores con usuarios. Sus propios creadores, Travis Kalanick y Garrett Camp, relatan que se conocieron en París, donde les fue imposible tomar un taxi, contratiempo del que surgió la idea de una aplicación que permitiera solicitar el servicio desde el teléfono celular. Inicialmente, el servicio era proporcionado con autos de lujo. Así es, la idea original nada tenía que ver con ahorrar.

Sin embargo, su agresiva expansión a partir de 2012 fue acompañada de la promoción de la economía “colaborativa”. Este término tampoco tiene relación con la colaboración ni la solidaridad, sino con nuevas formas de producción y consumo propiciadas por los medios electrónicos. Conectar se volvió sinónimo de colaborar. El supuesto de compartir los recursos para minimizar los costos y el impacto ambiental es el componente de una estrategia de mercadotecnia que contrasta con una falta de regulación que favorece el abuso al consumidor y al trabajador. Este modelo se replica en otras aplicaciones que se jactan de las mismas virtudes como InDriver, Cabify y Didi, competidores directos de Uber, o AirBnB y Cornershop, que han explorado otros nichos de mercado. Tal vez Wikipedia sea uno de los pocos ejemplos de genuina colaboración porque no persigue el lucro.

Uber llegó a Mérida en 2016. Fue la primera plataforma digital en competir con los taxis, la mayoría agrupados en un sindicato tristemente célebre por cooptar las placas y enriquecer a una familia. También por ofrecer un servicio costoso, irregular y en el que eran constantes los conflictos entre taxistas y clientes. El terreno era fértil para abrazar entusiastamente a Uber. Nos dieron una manzana envenenada y la devoramos gustosos. Pero Mérida no es una excepción. En grandes ciudades como París, Ciudad de México o Nueva York, existían inconformidades similares. La particularidad era que en Mérida, además, las unidades resultaban insuficientes.

La proliferación del servicio a través de plataformas digitales contribuyó a la desarticulación de las redes de poder de los taxistas. Las últimas han sido suplantadas por la mano invisible de Uber. Hay que ver el problema desde varios ángulos. Tanto ha afectado al usuario que enfrenta los mismos problemas de antaño, como a conductores que trabajan largas jornadas sin poder reclamar derechos laborales. ¿Quién gana? Los accionistas de Uber, que siguen amasando fortunas a costa de trabajadores, ya sean conductores o usuarios, a quienes nos conecta un nuevo y sofisticado medio de producción: un software.

Como es fácil deducir, los dueños se aprovechan de vacíos legales y su aplastante influencia en la economía. La única salida es regularlos mediante la actualización de las leyes. Pero si antes el gobierno de Yucatán (como otros tantos) se entregó a la perversa alianza con líderes de taxistas, ahora el escenario es más desalentador. ¿Quién pondrá un freno a los gigantes de la economía “colaborativa”? ¿Cómo les obligarán a hacerse responsables de los precios al consumidor y los trabajadores que viven de dichas plataformas? No hay forma de solucionarlo sin pagar un precio. Mientras tanto, la locura de las compras decembrinas potencia estas calamidades y tomar un Uber se ha vuelto tan difícil como tomar un taxi.