Por Raúl Asís Monforte González
Mérida, Yucatán, 26 de julio de 2021.- Cuando se habla de un Constructor, por lo general nos viene a la mente la imagen de un Ingeniero Civil, o un Arquitecto. Pero resulta extraño que hasta hoy, las universidades y autoridades educativas, no emitan un título y su correspondiente cédula profesional, que certifique a una persona como Constructor.
En las aulas, puedes recibir los mejores conocimientos y adquirir las más avanzadas técnicas de diseño, conocer las propiedades de los materiales; aprender la relación estrecha entre la resistencia a la compresión del concreto y a la tensión del acero, para crear las estructuras más seguras ante las amenazas del entorno y las condiciones de uso de un edificio; asimilar el complejo comportamiento de los fluidos para diseñar las redes hidráulicas y sanitarias que respondan a la demanda de los usuarios, o comprender la magia de la electricidad y así definir a detalle todos los elementos que permitirán contar de manera segura y eficiente, con la energía que todo edificio necesita para brindar calidad de vida a sus habitantes.
Pero construir, esa apasionante actividad consistente en saber combinar todos los conocimientos y habilidades, presentes en un grupo de personas, añadir las habilidades manuales de los obreros especializados, integrar los materiales adecuados para cada necesidad, gestionar los tiempos, controlar los costos, y muchas otras actividades que nos conducen a un resultado exitoso, eso se aprende en la calle, en un proceso que no está exento de tropiezos, algunas veces muy dolorosos.
Thomas Alva Edison decía que la construcción es un 90% transpiración, y un 10% inspiración. En efecto, para llegar a ser un buen constructor, hay que sudar, y mucho.
Hoy la industria de la construcción en México se enfrenta a desafíos importantes, con un valor de la producción en descenso desde hace una década, y en picada a partir de que inició la presente administración federal, presupuestos de infraestructura para los estados y municipios en niveles mínimos históricos; muy pocas y gigantescas obras de infraestructura, en manos de unas cuantas empresas “amigas” del régimen o del ejército mexicano, y el más alto porcentaje en la historia de contratos de obra pública asignados por adjudicación directa.
Pero los obstáculos no disminuyen nuestra pasión por esta profesión, antes bien estimulan nuestro compromiso con ella. La industria de la construcción mexicana tiene que trazar una hoja de ruta clara y factible, concordante con una visión estratégica de mediano y largo plazo, que conduzca al fortalecimiento de las empresas que la componen. Es inaplazable fomentar una mayor inversión en infraestructura, pero al mismo tiempo caminar en la profesionalización y el desarrollo del sector, formando capital humano con un buen balance de conocimientos técnicos pero también administrativos y financieros, para que los negocios incrementen su rentabilidad en un entorno de reducción de ingresos totales.
Trabajar en mecanismos de financiamiento oportuno y competitivo al alcance de los constructores es vital. Convendría un sistema de certificación de capacidades que ofrezca certeza a los clientes, pero también oportunidades a quien mejor se prepare. Los constructores deben asumir también su responsabilidad social y ambiental. El marco normativo y regulatorio debe modernizarse con urgencia.
Ante grandes retos, opongamos acciones contundentes.
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