¡Caballeros, somos perdidos!: Un relato sobre el Grito de Independencia

septiembre 15, 2020

Por Rafael Gómez Chi

Caía la tarde en el pueblo de Dolores aquel jueves cuando Ignacio Allende descendió de su caballo. Eran las seis de la tarde del 13 de septiembre de 1810.

Dos días antes, el virrey Francisco Xavier Venegas recibió las acusaciones contra el General Allende, como le llamaban los conspiradores, y contra el cura Miguel Hidalgo y Costilla. En la denuncia se asentaba que el corregidor de Querétaro, Miguel Domínguez, era el autor intelectual junto con su esposa Josefa Ortiz Téllez Girón, de las proclamas “locuaces en contra de la nación española”.

La información que recibió el virrey aseguraba que Allende era el principal ejecutor de la revolución y que Hidalgo era quien habría de continuarla y proyectarla a futuro, según el texto llamado Un testimonio inédito del inicio de la Independencia de México, publicado en 1988.

Sin embargo, el virrey no hizo caso de esta denuncia, sino de otra, probablemente la que le hizo el español Francisco Bueras. En Querétaro, el cura Rafael Gil de León fue a ver al corregidor la noche del 14 de septiembre para decirle que ya sabían de los conspiradores. El corregidor se hizo al que no sabía nada y para evitar sospechas se hizo acompañar del escribano Juan Fernando Domínguez en el cateo a la casa de Epigmenio González, donde decomisaron armas.

Fue la noche de ese cateo en casa de González que el corregidor le informó a su esposa que ya habían sido descubiertos en sus ideas revolucionarias. Domínguez actuó con temor y ese fue el motivo por el que encerró a la señora a fin de evitar que cometiera alguna imprudencia.

La habitación en la que Domínguez encerró a su esposa estaba en el segundo piso de la casa donde también tenía su cuarto el alcaide de la prisión, Ignacio Pérez, y por eso la señora pudo llamarlo zapateando en el piso. Por la rendija de la puerta le entregó una carta y le ordenó que fuera a avisarle a Allende. Pero el alcaide no pudo salir de inmediato por causa del cateo en casa de González.

Hidalgo supo que Allende había sido denunciado la noche del viernes 14 mientras estaba en casa del español José Antonio Larrinúa, en Dolores. Al día siguiente, sábado 15, se dio un baile en la casa de José Allende, en el poblado de San Miguel. A ese festejo acudió Juan Aldama, quien recibió el recado del alcaide Pérez que habían sido descubiertos.

Aldama y el alcaide salieron rápidamente hacia Dolores.

Hidalgo ya sabía de esos hechos pero para evitar mayores sospechas, fue a jugar cartas a la casa del criollo Nicolás Fernández del Rincón. En Dolores todos sabían de la afición del cura por el juego de cartas. Empezaron a jugar al atardecer y al dar las diez de la noche, alguien llegó a verlo a esa casa. Hidalgo salió un momento y cuando volvió a entrar, pidió prestados 200 pesos a Ignacio Díez Cortina, colector del diezmo de la parroquia. También era muy conocido que el cura vivía endeudado a causa de su afición por las cartas.

Se retiró a su casa a las once de la noche. Allende dormía en una de las habitaciones de la casa del cura, cuando llegaron Aldama y Pérez. Primero le informaron a Allende y luego al cura y la primera opción que analizaron fue la de huir con rumbo a los Estados Unidos.

La discusión entre Allende, Aldama y Pérez sobre qué hacer se prolongó hasta pasadas las tres de la mañana, mientras bebían chocolate preparado por las hermanas del cura.

Hidalgo se mantuvo en silencio aquella madrugada, mientras los demás discutían qué hacer, cómo proceder. Finalmente, mandó llamar con su cochero a los serenos de Dolores, José Cecilio Arteaga y Vicente Lobo. Pidió que congreguen a un grupo de artesanos en su casa y mientras Allende y Aldama seguían discutiendo qué hacer, el cura los interrumpió.

—¡Caballeros, somos perdidos! Aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines.

—Señor, ¿qué va a hacer vuestra merced? Por amor de Dios, vea vuestra merced lo que hace —le dijo Aldama, conminándolo a que pensara un poco más las cosas, pero el cura ya estaba decidido.

—Ahora mismo damos la voz de libertad —añadió.

El alba del domingo 16 de septiembre estaba por despuntar. Ya había ocho personas en la casa del cura, más su hermano Mariano y José Santos Villa, así como los vicarios de la parroquia, por lo que Hidalgo ordenó que le trajeran las armas que resguardaba en la alfarería y se paró en el balcón del cuarto de su asistencia para arengarlos. Conminados todos, caminaron hacia la cárcel para liberar a cincuenta reos con los que empezaron a “coger a los gachupines”.

Eran las cinco de la mañana y El Cojo Galván, como se llamaba el campanero, había llamado a la Santa Misa. Como era obligación oír la misa, todos ellos debieron esperar a que el vicario de la parroquia la oficiara para que, en punto de las seis de la mañana el cura Hidalgo se dirigiera de nuevo a los ahí reunidos para arengarlos de nuevo. El movimiento estaba ya en marcha.

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